Se han propuesto muchas definiciones de depresión en la literatura psicológica, en ocasiones dispares entre sí. Por lo general la mayor parte concuerda en referirse a un trastorno del estado anímico en el cual los sentimientos de tristeza, pérdida, ira, frustración, o la disminución del placer, interfieren con la vida diaria durante un período de tiempo, a veces breve (mayor a dos semanas) y otras veces más prolongado.

No obstante, es importante diferenciar entre estar triste, deprimido o sobrepasado por una realidad que nos ha venido grande en un primer momento, de estar en una posición melancólica.

Cuando la tristeza es la respuesta a algo que vino grande por lo que sea pero es una respuesta de alguien que, a pesar de tener una sintomatología en ocasiones grave, está de algún modo reconstruyendo sus cosas y tiene capacidad para asociar, compartir y reconducir su deseo o de hacer un duelo, entonces se puede decir que está atravesando un momento depresivo sin que por ello la persona posea una estructura melancólica. Sin embargo, hablamos de melancolía en casos donde existe una gran resistencia a cualquier tipo de propuesta o cambio, a menudo de inicio en la infancia, y de mayor duración. En este caso el síntoma constituye algo fundamental para la persona y por lo tanto es difícil desprenderse de ello, conllevando un arduo trabajo.

¿Está la tristeza permitida actualmente? 

En los modos de vida de la sociedad actual, una gran cantidad de momentos vitales atravesados por la tristeza se nombran como depresión, y, en muchas ocasiones, se perciben como algo a quitarse de encima rápidamente. Apenas damos tiempo para elaborar las experiencias que están asociadas a nuestro malestar, y por ello perdemos el valor constitutivo que pueden tener los momentos vitales difíciles, siempre presentes en la historia de la humanidad, y que nos han llevado a procurar construir futuros más prometedores para uno o para los demás.

Por consiguiente, cabría preguntarse a qué puede deberse esta intolerancia a lo penoso, y cómo responder ante esto.

Los cambios en los modos de vinculación social

Una de las posibles razones es que, paradójicamente, pese a que actualmente estamos más conectados gracias a internet y las telecomunicaciones, parecemos estar más desconectados que nunca de lo social. Existe una gran dificultad para pensar las cosas más allá de lo individual, como si estuviera cada uno solo frente al mundo o contra todos los demás.

En la antigüedad, las posibilidades de modificar el lugar que se asignaba a cada uno en la familia y en lo social era mucho más difícil y en ocasiones acarreaba otros malestares como, por ejemplo, la vida tan regulada que se le deparaba a las mujeres. Por otro lado, la vida en familias extensas y más conectadas a lo comunitario proporcionaba lugares de pertenencia y un tejido social que regulaba los distintos roles, ofreciendo distintos modos de vinculación.

La idea actual de que cada uno es único y original (que iría dirigida a un fortalecimiento del propio narcisismo y a una exigencia de omnipotencia) hace que cada vez nos cueste más entrar en lo grupal, donde es necesario poder ser simplemente uno más.

Por otro lado, todas las facilidades y posibilidades que nos da el progreso, acarrean también el peso de elegir. Con cada elección uno se expone al riesgo: el riesgo de que no vaya bien, de equivocarse o de darse cuenta de las propias limitaciones que tenemos. Esto puede dar lugar a tener miedo a desear o tomar iniciativa ante las cosas; en definitiva, a elegir: no elegir. Ante la tesitura de que elegir puede dar lugar a vivir una pérdida uno se encuentra con frases del estilo “Para qué desear algo si nada va a ser como yo querría” o “… si, total, siempre hago todo mal”.

No se trata de realizar una idolatría de lo anterior pero sí de nombrar las diferencias de los tiempos actuales para resaltar sus características.

Las exigencias de la época

La idea de que, desde la unicidad, debemos ser autosuficientes y valernos para todo trae de la mano la ilusión de omnipotencia: la exigencia de una pretendida excelencia que nos imponemos ante las tareas, actividades y metas propuestas en nuestra vida. Todo ello provoca que, en ciertas ocasiones, sintamos que no está permitido poner los límites necesarios para nuestro autocuidado. Algunas manifestaciones de este imperativo de omnipotencia son no poder decir que no, no poder pedir ayuda como si fuera algo reprobable o pensar ante el fracaso que “no soy capaz”, “no valgo para nada”, como si fueran señas de identidad que definen nuestra persona en su totalidad.

Quizás se trate de poder relacionarse de manera diferente con esos imperativos internos “Tienes/Debes hacer esto o aquello”, “No puedes hacer/sentir/pensar en…”, algunos sabidos y otros no sabidos o que, de primeras, parecerían no admitir discusión.

La prisa de nuestros días

Otro factor a tener en cuenta es que cada vez disponemos de menos tiempo para atender otras facetas importantes de nuestra vida como la salud, las relaciones sociales, el ocio y tiempo libre, los ámbitos de interés, entre otros.

En la actualidad, las exigencias competitivas en todo lo relacionado con la productividad favorece la percepción de que uno malgasta el tiempo cada vez que no se está haciendo algo productivo con el mismo (“Me gustaría hacer tal cosa, pero no puedo porque tengo que…” “Voy del trabajo a casa y de casa al trabajo y en el fin de semana estoy cansado”, “Si no me dedico al 100% a esto otro va a tomar mi lugar o no llegaré a ser importante”). Perdemos la noción de que hay otros ámbitos necesarios y hasta enriquecedores de nuestras vidas que quedan relegados a un segundo plano: las actividades olvidadas que nos gustaba realizar en el pasado, los hábitos que uno querría mantener en su día a día, los proyectos en los que a uno le gustaría embarcarse, etc.

Por ello quizás sea pertinente preguntarse en aras de la efectividad qué estamos sacrificando, o si efectivamente no estamos malgastando nuestro tiempo cuando lo dirigimos a unas pocas actividades que no nos proporcionan satisfacción o bienestar en nuestra vida.

Más allá del contexto

No solo influyen los tiempos y lugares en los que cada persona lleve a cabo su vida, también existen nuestras propias formas de gozar, modos particulares de vincularnos, inseguridades y resistencias, entre otros.

Los goces

Existen placeres a los cuales uno no está dispuesto a renunciar y que, en ocasiones, pueden suponer un perjuicio para nuestra salud. El consumo excesivo de alcohol y otro tipo de drogas, la queja constante, la procrastinación por placeres inmediatos (por ejemplo, navegando en las redes de manera automática y ausente), son solo algunos ejemplos de este tipo.

Ante esto habrá que conocer qué significación tienen estos hábitos para cada persona en particular. Un ejemplo, no es lo mismo procrastinar para buscar el subidón de verse contra las cuerdas que hacerlo por sentirse sobrepasado con la demanda de la tarea, o que realizarlo para evitar confrontarse con situaciones que reviven eventos pasados que uno no desea recordar.

Por otro lado, poder tener un contexto de terapia que permita nombrar esto da lugar a que uno pueda relacionarse con ello de una manera diferente; por ejemplo, dando importancia a los valores que uno mismo sostiene con la finalidad de asumir un compromiso con el propio deseo, un deseo que trascienda los placeres inmediatos.

Los vínculos

Contrariamente a lo que uno podría pensar, el ser humano es un ser relacional y puede aprender a relacionarse con otro a partir de cosas tan duras como el dolor: dejarse pegar, maltratar, etc., es también una forma de mantener cerca un vínculo. En casos extremos no salirse de ese lugar permite mantener el vínculo con la persona significativa. Si hay suerte y el vínculo o los primeros vínculos se establecen a partir del amor, podrá resultar más grato para la persona, pero a veces ocurre que se mantiene el vínculo sea como sea y al precio que sea.

La relación terapéutica, a la larga, puede ofrecer visos de otros modos de relación. El terapeuta propone, por el hecho de ofrecer un espacio seguro de terapia, otras formas de vinculación; que se pueden nombrar, o no nombrar. Si se va nombrando cómo una persona va construyendo otras formas de vínculos, esto permite poner de relieve otras experiencias. Pero incluso aunque no se nombren, eso está existiendo.

Por otro lado, si hablábamos de poner límites a las exigencias que uno mismo se autoimpone, también habrá que hablar de límites a aquellos otros que nos acarrean malestar; o a aquellas palabras que hemos recibido de los demás y que nos condicionan en nuestra manera de actuar y pensar. En ocasiones, podemos ver mucha dificultad para poner un límite en esto, por la necesidad de reconocimiento, de afecto o de amor existente en la búsqueda de aprobación del otro.

Desconexión entre el pensamiento y las vivencias

Todos estos temas pueden llegar a ser difíciles de abordar, hablar o reflexionar porque se trata de cuestiones de índole incómoda; otras veces, uno se siente sin palabras, desconectado de aquello que causa su malestar. Cuando uno no tiene palabras o no quiere ni pensarlo, acaba hablando el cuerpo; y el cuerpo habla a través del síntoma: la ansiedad, los ataques de pánico, la tristeza y la apatía ante la vida, etc.

El fármaco, como la respuesta fácil propia de la sociedad de la prisa en la que vivimos, vuelve a tapar la boca: promete la esperanza de calmarnos y así uno puede continuar sin pensar qué es lo que pasa.  En el mejor de los casos puede servirle a algunas personas para aliviar un momento álgido, pero es diferente calmarse un poco para poder hablar que la idealizada esperanza de que con eso estará todo arreglado. Sin olvidar que, en ocasiones, los efectos secundarios de los psicofármacos resultan más perniciosos que los terapéuticos.

Comentario al naturalismo de la depresión

En esta línea abundan las referencias a que la depresión estaría motivada por una causa orgánica, incontrolable por el sujeto más allá de la farmacología, la cual casi siempre viene acompañada de preocupaciones sobre sus efectos secundarios y las alteraciones que produce en la salud.

Nuestra experiencia nos ha permitido observar que, en ocasiones, la medicación tiene un efecto apaciguante que posibilita un diálogo; en otras ocasiones, sus efectos secundarios tienen demasiado coste a nivel personal y su incorporación resulta contraproducente o dañina para la persona. En otros casos, sus efectos apenas son notables.

Sobre esto en el campo profesional no hay consenso. Tanto en la psicología como en la psiquiatría hay defensores y detractores del uso de antidepresivos. Pese a esto, las conclusiones más recientes en investigación siguen arrojando datos insatisfactorios sobre el tratamiento farmacológico de la depresión (Bartova et al., 2021). Esto es lo que vemos nosotros diariamente en la clínica.

¿Cuál es nuestra mirada?

Sea o no beneficioso el uso de antidepresivos, ¿cabría preguntarse por las condiciones de nuestra vida que han estado relacionadas con nuestro malestar, casi siempre sin conocerlas? Entre saber y no saber, en ocasiones uno prefiere una solución fácil, después de todo una pastilla es más barata, más sencilla de tomar y nos permite seguir con lo mismo que venimos haciendo sin tener que cambiar nada. Sin embargo, contrario a nuestros deseos, la mayoría de las veces (por no decir siempre) la solución no es tan sencilla como nos gustaría.

Cabría una segunda pregunta: conociendo las circunstancias que se relacionan con nuestro malestar, ¿está en nuestro deseo hacer algo con ellas? La terapia es un espacio de palabra donde se busca suspender todo juicio valorativo permitiendo que se dé el encuentro con aquello que nos condiciona en la vida dando lugar, desde nuestro punto de vista, a poder elaborar aquello que nos acarrea malestar y situarnos desde otra perspectiva que nos permita relativizar o tomar decisiones más libres, orientando nuestra vida hacia una dirección más deseada.

Conclusión

Quizás la dificultad de definir eso que llamamos depresión es la de pretender lograr una definición única que se ajuste a cada caso particular. Desde luego esto no es posible ya que las formas en las que se presenta el malestar en la vida de una persona pueden ser de lo más variadas; por lo que está en su mano y en la de sus allegados reconocer que se atraviesan circunstancias complicadas de manera sostenida en el tiempo y el poder vencer los prejuicios existentes en la sociedad para acudir a consulta con un profesional.

La pandemia del Covid nos ha hecho recordar algo muy importante y es que no somos seres solitarios capaces de estar aislados de todo lo demás, pudiendo afrontarlo todo desde una individualidad heroica que pretende una especie de autosuficiencia en nosotros mismos. Más bien ha mostrado todo lo contrario: nuestra necesidad de relacionarnos con otros, de estar conectados con el mundo, y, por tanto, nuestra dependencia de la interacción con los demás para existir.

Una terapia proporciona un tiempo y un lugar para abordar nuestras cuestiones de índole personal y relacional. Posibilita un acompañamiento en nuestra toma de decisiones, siempre otorgándonos la libertad de definir y redefinir nuestro propio recorrido vital. Frente a la reiteración en una queja repetitiva y constante que nos hace permanecer una y otra vez en lo mismo, un espacio de terapia permite un lugar de anclaje donde tener un pie de apoyo para ver el panorama general de nuestras vidas y reorientar aquello que insiste en lo mismo desde otra perspectiva.